CUANDO en 1649 se publica el Arte de la Pintura de Francisco Pacheco, en edición póstuma, Francisco de Zurbarán ya había realizado los encargos que le habían dado fama en la ciudad de Sevilla, había dejado su huella en Madrid en su trabajo para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, además de haber pintado tanto el conjunto de la Cartuja de Jerez como sus pinturas del monasterio jerónimo de Guadalupe. Sin embargo, no deja de ser sorprendente la clara intencionalidad del suegro y maestro de Velázquez por omitir el nombre del pintor de Fuente de Cantos en su tratado. Ni una sola referencia hay a Zurbarán o a los artistas de generaciones más jóvenes en el Arte de la Pintura, excepto –por razones obvias– a Velázquez.
Sin embargo, Zurbarán debió venerar y respetar como maestro la autoridad doctrinal y pictórica de Pacheco y lienzos como los de San Hugo visitando el refectorio, La Virgen de los Cartujos y La visita de San Bruno al Papa Urbano II pertenecientes al conjunto de la cartuja de Santa María de las Cuevas, indudablemente debieron de pintarse bajo el conocimiento de las recomendaciones tanto iconográficas como técnicas del suegro de Velázquez.
Lo que advertimos con respecto a la técnica compositiva es una mecánica de trabajo en todo concomitante con las recomendaciones que Pacheco marcaba en su tratado al combinar estampas diferentes para alzarse con la composición final. Este grado de pintor al que el propio Pacheco denomina «el aprovechado», que ha visto mucho de diferentes estampas y papeles y que hace finalmente suya la composición, es el que pone de manifiesto Zurbarán con esta obra, en la que es evidente el uso de estas estampas pero que transforma de manera tan magistral y propia que reconocemos en ellas su lenguaje artístico original.