“Quien dice España, dice todo” señala convencido Richard Ford en la portada de la edición de 1855 de la primera guía de viajes sobre España, Hand book of travellers in Spain. Lo que podían encontrar en España los viajeros que ya habían pasado por Italia era lo desconocido. Si se atrevían a desviarse de su camino podían entrar en contacto con el mundo oriental sin salir de Europa. Nombres tan evocadores como la Alhambra o Córdoba eran una tentación para cualquier aventurero mínimamente ilustrado.
En la decisión de tomar rumbo a España jugaba un papel primordial la lectura de obras en las que se describía con más o menos imaginación las bellezas que les esperaban, siendo quizás Les delices de l’Espagne & du Portugal de Juan Álvarez de Colmenar uno de los más influyentes. Es a través de estas obras por las que se va perpetuando una imaginería sobre España que no era del todo cierta.
La realidad, cuando se encontraban con ella, no era quizás tan idílica como esperaban. Malas carreteras, peores hospedajes y medios de transporte, una gastronomía poco apta para estómagos delicados, y una población que, si bien resultaba muy pintoresca en los grabados y descripciones, asustaba en un primer contacto. El país aún no estaba preparado para dar un servicio adecuado y será en el siglo siguiente cuando empezarán a realizarse reformas en todos los sectores relacionados con el viaje para conseguir atraer más visitantes, que ya no buscarán tanto la aventura y lo desconocido como un lugar tranquilo, hermoso y con casi todas las comodidades que uno ha dejado en casa, los turistas.