Antes de ir a la playa la costumbre era visitar balnearios como lugar para aliviar los males. Los balnearios, al estar ubicados fuera de los núcleos urbanos, poco a poco se fueron complementando con diversas instalaciones capaces de albergar y entretener a los bañistas durante toda la duración del tratamiento: capillas, tiendas, bancos, casinos, instalaciones deportivas, posibilidades de hacer excursiones por los alrededores, salas de baile… todo lo que un turista pudiese desear durante su estancia. Paralelamente se fueron editando gran número de guías en donde ofrecía toda la información necesaria para pasar una temporada en estos centros. Panticosa, La Toja, Corconte, Solares, Cestona… fueron y siguen siendo conocidos y apreciados por la calidad de sus aguas y por los parajes en los que están ubicados.
En ocasiones las tendencias desembocan en algo inesperado. Desde el siglo XVIII se empezó a mirar al mar como una fuente de salud inagotable tanto para el cuerpo como para el alma. Esta posibilidad vista por primera vez en Inglaterra se fue extendiendo por Europa y llega a España en donde los bañistas comenzaron a visitar con asiduidad las playas del norte. De ser una actividad relacionada con la salud y el bienestar del cuerpo, fue poco a poco a convirtiéndose en una forma de entablar relaciones sociales. En San Sebastián y Santander al norte y en Sanlúcar de Barrameda al sur nacen entre la
arena las primeras casetas de baño para facilitar cambiarse de ropa sin ser visto y se construyen paseos marítimos para contemplar las puestas de sol donde encontrarse con el vecino de mesa de la pequeña casa de huéspedes que está cerca. Las guías extranjeras que incluían información sobre las playas españolas y recomendaban alojarse en Gijón, San Sebastián o Santander, desaconsejando la visita a las playas mediterráneas. El turismo
de sol y playa aún tardará en llegar.