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Bibliófilos románticos
¿Qué sería del historiador, del crítico, del artista, del poeta mismo, sin la diligencia y exquisito celo del bibliógrafo? Él, a ley de entendido y activo mercader, les trae de apartadas y desconocidas regiones los materiales, a que muy pronto el ingenio ha de dar extraordinaria vida; los ordena, los clasifica, muestra el temple y fineza de cada uno, y señala para qué pueden servir y dónde y cómo pueden emplearse…
José Sancho Rayón
No han faltado a lo largo de la historia de España notables bibliófilos que con su labor a menudo discreta y no pocas veces tachada como manía, la bibliomanía, han contribuido a enriquecer el patrimonio nacional y al conocimiento de documentos que si no fuera por ellos permanecerían ignotos. Frente a la habitual desidia institucional, en gran medida fueron estos personajes, ilustres y marginales, caballeros y pícaros, académicos y autodidactas, quienes con una mezcla de pasión, habilidad, bueno ojo y unos métodos más o menos legales, a la postre consiguieron que el deslumbrante acervo cultural del país se haya conservado.
Para elaborar una lista de insignes bibliófilos podríamos remontarnos a nombres tan destacados como los de Séneca, Marcial o San Isidoro de Sevilla; también se podría citar a monarcas apasionados por los libros, como Alfonso X, Sancho IV o Isabel la Católica; o a nobles que dedicaron parte de su fortuna a construir fabulosas colecciones, caso del marqués de Santillana o del conde-duque de Olivares; tampoco faltarían estudiosos que todavía soñaban con poder reunir una biblioteca universal, quimera imaginada por Hernando Colón o Nicolás Antonio. Se pueden encontrar más detalles sobre estos y otros coleccionistas en la obra de referencia de Manuel Sánchez Mariana Bibliófilos españoles.
Autores de obras bibliográficas premiados en los concursos desde 1857 a 1865
En este artículo nos vamos a centrar en los eruditos españoles del siglo XIX, la edad de oro de la bibliofilia. Se han señalado diversos factores para explicar el fulgor bibliófilo de la época romántica, como un cambio en las mentalidades que propició un mayor reconocimiento del valor de los documentos históricos y una nueva apreciación del patrimonio cultural de España. Pero quizá el hecho decisivo que explica este fenómeno fue la serie de desamortizaciones que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX y que pusieron en el mercado una ingente cantidad de obras de todo tipo hasta entonces resguardadas en conventos, monasterios y otras instituciones religiosas. Una ocasión caída del cielo para que ilustrados y avispados se hicieran con ejemplares únicos y formaran bibliotecas de un valor que hoy sería incalculable.
La figura central de la bibliofilia romántica española es el extremeño Bartolomé José Gallardo (1776-1852). Admirado y vilipendiado a partes iguales, su ingente saber bibliográfico, que aún en la actualidad le sitúa como uno de los más importantes nombres de esta disciplina, solo es comparable a su actividad como rastreador y compilador de libros raros. Erudito entre los eruditos, poseedor de una memoria prodigiosa, eterno iniciador de ambiciosos empeños que por desgracia pocas veces llegaron a término, autoridad indiscutida en cualquier cuestión referente a la historia de la literatura española, Gallardo sufrió a lo largo de su vida, y todavía póstumamente, de toda suerte de insidias y ataques personales. La más famosa de estas afrentas tuvo lugar el 13 de junio de 1823, cuando exaltados absolutistas tiraron gran parte de sus preciados baúles al Guadalquivir y robaron algunos de sus manuscritos y libros.
Con frecuencia la vida de estos aparentemente anodinos y huraños personajes, a los que imaginamos sepultados bajo montañas de libros, cobra tintes novelescos. Así, en la biografía de Gallardo no faltan algunos inverosímiles episodios, como aquella vez en que durante su exilio en Londres sufrió el espionaje de la embajada española, temerosa de lo que pudiera escribir. Solo pensarlo parece fantasía, y durante mucho tiempo se creyó que era una de las fabulaciones del sabio paranoico, como también lo sería la pérdida de sus valiosos libros y notas tras la reacción absolutista. Pero como demostró otro eminente bibliógrafo, Rodríguez-Moñino, todo lo que decía Gallardo era cierto, tanto respecto al espionaje como al saqueo.
Nombrado bibliotecario de Cortes, Gallardo pudo reunir una importante colección al servicio del Estado, pero los encontronazos políticos y la falta de interés institucional hicieron que la señera biblioteca que tan penosamente había reunido se dispersara. Algo parecido sucedería con su colección personal, que después de su muerte pasaría a un sobrino, más interesado en sacar partido pecuniario de la herencia que de mantener su integridad. Por suerte, una de las personas que pudieron hacerse con parte de los libros más importantes de Gallardo y de sus notas de estudio fue José Sancho Rayón, también uno de los grandes nombres de la bibliofilia española.
[Retrato de Serafín Estébanez Calderón]. B. Maura, g.bó 1882
Pero antes de saber qué sucedió con el legado de Gallardo, vamos a conocer a otros de sus contemporáneos, amigos o rivales, habitualmente ambas cosas. Por tal tránsito pasó el malagueño Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), conocido como El Solitario, uno de los introductores del costumbrismo en España. Siempre interesado por el descubrimiento de desconocidas joyas bibliográficas, su desahogada situación económica le permitió formar una gran colección en la que destacaban los libros de temática árabe. Su estancia en Italia en 1849 como auditor general del ejército en su misión para reponer a Pío IX, propició el aumento de su biblioteca, ya que no dejaba sin inspeccionar archivo, biblioteca o palacio de cualquier recóndito pueblo por el que pasara. Según Moñino, su colección incluía libros de historia, noveles del Siglo de Oro, libros de caballería, cancioneros y un infierno que delata la predilección de Estébanez por el erotismo.
Bien relacionado con los mayores eruditos de su tiempo, su desavenencia con Gallardo tuvo origen en un oscuro caso de falsa atribución de un supuesto texto desconocido de Cervantes. Lo que hasta el momento había sido una fructífera amistad, se transformó en un odio desaforado que dio lugar al famoso soneto que Estébanez dedicó a su antiguo compadre y que empieza con el verso “Caco, cuco, faquín, biblio-pirata”. Un iracundo Gallardo no se quedó atrás y bautizó a Estébanez como “Aljamí Malagón Farfalla”: hasta en sus descalificaciones era culterano. La disputa incluso llegó a juicio, que no dejó contento a nadie, sobre todo a Gallardo, que se murió antes de que se resolvieran los recursos. Por cierto, que en la querella también se vio implicado el sobrino de Estébanez, Antonio Cánovas del Castillo (Malaguín, para Gallardo), quien heredó la pasión bibliográfica de su tío, sobre quien escribió una excelente biografía, El solitario y su tiempo (1883) y que puso de moda la bibliomanía entre la clase política de su tiempo: Cánovas se resfriaba y el resto estornudaba.
En el destino de la biblioteca del Solitario también se cruzará Sancho Rayón, pero todavía quedan otros personajes por presentar. Uno que fue amigo de Estébanez, y lo sería durante toda su vida, fue Pascual de Gayangos (1809-1897), que además compartió su pasión por el arabismo. Aparte de ser una figura clave en el renacer del interés por el mundo árabe en España después de siglos de abandono, su trabajo mantiene una enorme utilidad hoy en día, siendo imprescindible su bibliografía sobre novelas de caballería. También es de destacar su papel en la fundación de la Sociedad de Bibliófilos Españoles y de la Biblioteca de Autores Españoles de la editorial de Rivadeneyra. En Gayangos nos encontramos con una aparente paradoja que sin embargo es común entre muchos bibliófilos. Por una parte, es reconocida su gran generosidad, su labor incansable por poner al servicio de los estudiosos todo tipo de documentos tanto a través de su labor como bibliógrafo como, materialmente, prestando valiosísimos libros sin garantía de devolución. Que se lo preguntaran a Ticknor, cuya obra capital, Historia de la literatura española, es enormemente deudora de Gayangos en ambos sentidos. Por otro lado, también está acreditado que no tenía demasiados escrúpulos a la hora de tomar “prestados” libros ajenos y después “olvidar” que tenía que devolverlos. Es curioso que algunos de estos préstamos fueran de hecho tales, pues después de su muerte la colección de Gayangos fue a parar a la Biblioteca Nacional, que se resarció así de las pecoreas del ilustre erudito, quien había tenido en la BN una de sus víctimas predilectas, según denunciaba Gallardo. Por cierto, que volveremos a encontrarnos ambos nombres unidos gracias a… Efectivamente, Sancho Rayón.
La biblioteca de Gayangos es una de las joyas de los actuales fondos de la BNE, sin la cual muchos ejemplares únicos y auténticos tesoros bibliográficos no contarían con la protección y la disponibilidad que ofrece esta institución, además de la facilidad que supone contar con tal diversidad de fondos en un único espacio. Porque no solo de libros se nutre una biblioteca, y si no, veamos el impresionante muestrario de estampas y dibujos adquirida por el pintor Valentín Carderera (1796-1880), arquetipo del coleccionista romántico, que pudo reunir obras de Goya, Durero o Rembrandt, e incluso un raro dibujo de Velázquez, hoy en custodia de la BNE.
[Retrato de Francisco Asenjo Barbieri]. Llanta
O asombrémonos con la colección del famoso compositor Francisco A. Barbieri (1823-1894), quien legó su incomparable biblioteca a la Biblioteca Nacional, gracias a lo cual disponemos de unos fondos musicales de enorme valor, sin olvidar otras piezas históricas pertenecientes a ámbitos tan dispares como la filología, el arte, la geografía o la filosofía. Como había hecho Gayangos, Barbieri sustrajo piezas únicas en sus merodeos por las salas de la antigua sede de la BNE en la calle Arrieta, pero quizá arrepentido de su bibliopatía, in articulo mortis decidió devolver con creces todo lo que había distraído.
[Retrato de Agustín Duran y de Vicente]. J. Laurent, Madrid
A Agustín Durán (1789-1862) la BNE le debe su primer Reglamento y su colección especializada en teatro, que aunque no salió gratis (su viuda la vendió por 9.000 duros), se convirtió en el corazón de los fondos de nuestra biblioteca dedicados al arte dramático. Además, fue el autor de un impresionante Romancero general (1849), compilación de poesía popular que Menéndez Pidal valoraba como una de las grandes obras de erudición del siglo XIX, sin parangón en otros países, y que serviría para despertar la vocación poética de los hermanos Machado, emparentados con Durán por vía materna.
Otra viuda benefactora fue María Sandalia del Acebal y Arratia, quien legó a la Biblioteca Nacional la impagable colección de libros heterodoxos que había reunido su marido, el peculiar y admirable Luis de Usoz y Río (1805-1865), quien durante toda su vida luchó por dar a conocer en España la obra de autores cuyas ideas divergentes respecto al catolicismo oficial los habían apartado de la escena pública. Poniendo en riesgo su propia libertad, importó libros protestantes gracias a sus contactos con los círculos cuáqueros de Inglaterra. Gran patriota, decidió que los libros que con tanto riesgo había podido reunir permanecieran en España y en la actualidad forman parte de uno de los fondos más singulares y valiosos de la BNE. Bien lo sabía el maestro Menéndez y Pelayo, director de la institución, quien utilizo profusamente los libros de la colección Usoz para la redacción de su Historia de los heterodoxos españoles.
Y ahora ha llegado el momento de presentar formalmente a José Sancho Rayón (1830-1900), bibliófilo, bibliógrafo y bibliotecario, continuador de la obra de Gallardo. Este había dejado a su muerte una enorme cantidad de papeletas de trabajo con proyectos que nunca llegó a culminar y que Sancho Rayón adquirió, suponemos que con unas expectativas y una ilusión desbordantes. Con este material bruto de unas posibilidades ilimitadas y con la ayuda de Zarco del Valle, Rayón elaboraría una obra que iba a cambiar el concepto de bibliografía en España, el Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos (1863), más conocido como el Gallardo. Se trata de una obra de referencia todavía vigente siglo y medio después de su publicación, que revolucionó la manera de presentar la bibliografía al incluir reseñas que aportaban datos sobre cada libro y que rescató a autores y títulos casi desconocidos hasta entonces. Además del trabajo de Sancho Rayón y Zarco del Valle para completar la tarea iniciada por Gallardo, el Ensayo final se vio beneficiado por las aportaciones de diversos eruditos, en especial de Gayangos, quien puso su saber respecto a los libros de caballería al servicio del proyecto, enriqueciendo aún más su valor como referente imprescindible.
Aparte de como bibliógrafo, Sancho Rayón también destacó como bibliotecario a través de su labor como asesor en la formación de la lujosa colección privada de Zabálburu y como encargado de la biblioteca del Ministerio de Fomento, donde reunió la de Estébanez Calderón, la no menos fabulosa colección del marqués de la Romana y otros fondos que hacían de esta institución una de las más esplendidas de la época. Por eso fue tremendo el golpe que recibió cuando en 1872 y debido a intrigas políticas, todos los libros que había reunido fueron depositados en la Biblioteca Nacional, que así se pudo beneficiar aunque fuera indirectamente de su trabajo. Por ello, su nombre, hoy casi olvidado, merecería un homenaje que reconociera su papel en la formación de la actual BNE.
Sancho Rayón también pudo construir una colección propia a lo largo de su vida. A las joyas que había adquirido a través del sobrino de Gallardo, unió otras de gran valor gracias a sus infatigables pesquisas y a su legendaria habilidad para la compraventa de libros, arte que le hizo ganarse el apelativo de Culebro, por el que era conocido en el mundillo. A su muerte, lo mejor de esta biblioteca pasaría a manos de otro egregio bibliófilo, el marqués de Jerez de los Caballeros (1852-1929), siempre al acecho de las mejores oportunidades, aficionado sincero a las letras y no mero coleccionista opulento. Sin embargo, quizá esta misma pasión le llevó a excesos y finalmente tuvo que vender su magnificente biblioteca. En lo que según palabras de Menéndez y Pelayo fue un desastre peor que la pérdida de las colonias, la colección del marqués salió de España al ser adquirida por Archer Huntington, quien la donó a su fundación Hispanic Society of America, donde todavía se conserva.
Otras importantes bibliotecas de bibliófilos del siglo XIX que por diversas circunstancias no han pasado a la BNE, y que sin embargo son dignas de mención, son las del Doctor Thebussem (anagrama de “embustes” usado como seudónimo por Mariano Pardo de Figueroa) y la de Lázaro Galdiano. La de Thebussem contaba con una exquisita selección sobre gastronomía y un amplio repertorio cervantino. Por suerte, la BNE cuenta con una espléndida colección dedicada a Cervantes gracias entre otros a su director cervantista Rodríguez Marín o a la donación de Juan Sedó, ya en el siglo XX. Por su parte, la colección que reunió el empresario y filántropo Lázaro Galdiano se encuentra en la biblioteca del museo que lleva su nombre. También cabría citar en este apartado a algunos libreros que por su oficio tuvieron a su disposición libros en gran cantidad y calidad. Destacan el valenciano Vicente Salvá, cuyos catálogos son una fuente bibliográfica de primera categoría y que además redactó uno de los diccionarios del español más importantes del siglo XIX; y Pedro Vindel, patriarca de una saga de libreros y bibliógrafos, cuyo establecimiento se situó entre los mejores de Europa, y esto en un país en el que nunca había destacado este tipo de comercio. Sus catálogos se han convertido a su vez en piezas de coleccionista y su hijo Francisco elaboró un Manual del bibliófilo que junto al Manual del librero de Antonio Palau y Dulcet sigue siendo de imprescindible consulta.
Como vemos, las figuras del bibliógrafo y del bibliófilo se ven a menudo mezcladas, aunque alguien dijo, no sin razón, que un bibliógrafo es un bibliófilo pobre. En el siglo XX, estos raros especímenes quizá perdieron su halo romántico y a veces se confunden con coleccionistas cuyo interés es más la posesión que el conocimiento. Pero todavía pervivieron algunos grandes nombres, como Pedro Sainz Rodríguez, que llegó a ministro de Educación y que se las sabía todas a la hora de hacerse con los mejores ejemplares; o el ya varias veces citado Antonio Rodríguez-Moñino, figura tutelar de la bibliografía española del pasado siglo, cuya biografía muestra curiosos paralelismos con la de su paisano Gallardo.
Sello de Eduardo Comín Colomer
Por su parte, la BNE también ha seguido beneficiándose de la labor de coleccionistas particulares que con generosidad han contribuido a la continua mejora de sus fondos. Entre las procedencias modernas, las bibliotecas particulares más voluminosas que han enriquecido el patrimonio de la BNE y por tanto del país, han sido las del militar Tomás García Figueras, obsesivo recopilador de información sobre Marruecos que permitió forjar la valiosa colección de África; y la de Eduardo Comín Colomer, que reunió una exhaustiva biblioteca sobre la guerra civil, el comunismo y la masonería. También cabe destacar la donación de la biblioteca de poesía de Ramón de Garciasol o la adquisición de la de Luis de Videgain dedicada a la tauromaquia. Junto a legados de miles de obras, ha habido, y continúa habiendo, donantes de obras concretas que permiten completar esa colección que quedaba afeada por una falta inoportuna; aficionados que saben que no hay lugar mejor para conservar y difundir su pasión, por minoritaria que parezca; coleccionistas de videojuegos, vinilos o tebeos que quieren compartir con todos lo que es suyo; bibliotecáfilos todos, cada uno a su manera, que hacen de la BNE una biblioteca mejor.
Dedicado a Eduardo Anglada, bibliotecario gallardo.
BIBLIOGRAFÍA
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