El severo ‘cole’ de nuestros abuelos
Era duro el ‘cole’ de nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos. Tanto da la generación de que se trate porque hasta fechas muy recientes la filosofía que imperaba en la pedagogía infantil era la de la letra con sangre entra. Ya desde que empezaban en el colegio o escuela, que era como generalmente se llamaba el ‘cole’ de la enseñanza primaria, los niños se tenían que acostumbrar a los correazos y palmetazos. Había excepciones, pero los maestros solían ser implacables, convencidos como estaban de que era la mejor manera de que los chicos atendieran y aprendieran la lección.
Alguien que pasó por ello dio testimonio hace más de un siglo en este artículo publicado en Revista Contemporánea (15/1/1906), una de las publicaciones más prestigiosas de su época:
No olvidemos que España es el país de la palmeta, untada de sal y vinagre, que aún no se ha desterrado. Es la primera cosa de que se provee un maestro al abrir su colegio: del instrumento de castigo, supliéndolo si no con lo que tenga a mano. Yo he visto a un profesor superior de las escuelas municipales de esta corte, con 3.000 pesetas, pegar á los niños en las uñas y yemas de los dedos con el cepillo del betún. Otro profesor privado se entretiene en amoratar las manos a un infeliz con golpes de puntero. De mí sé decir que en el colegio que aprendí las primeras letras el profesor, gran aficionado a bastones, se pasaba el día preparando palos, que luego pintaba cuidadosamente. La tarea se interrumpía sólo para limpiar su ropa y lustrar las botas.
El brutal método de los castigos corporales no debía ser muy eficaz porque por entonces, principios del siglo XX, el analfabetismo afectaba a más del 50% de la población en la mayoría de las provincias de España, llegando en algunas hasta el 75%. Para el autor del artículo, los pocos años de enseñanza obligatoria no servían de nada. Su diagnóstico era rotundo:
Sale el niño como entró, sin pizca de instrucción, y de la escuela no conservará más recuerdos que los palmetazos y palizas.
Otros castigos habituales eran poner orejas de burro o enviar al niño travieso al cuarto oscuro, que era un lugar lóbrego aislado del resto de la clase. En este dibujo de la revista El Mundo de los niños (20/1/1889) vemos al maestro dando la lección a los pequeños y detrás a uno con un gorro con puntas simulando las orejas de un burro.
En este otro ejemplo de 1870 en la publicación Los Niños podemos apreciar cuál era la filosofía educativa de la época en el texto que acompaña al dibujo:
Muy distinta era la opinión del semanario anticlerical El Motín (21/10/1886), que reprendía a padres y maestros por conductas como las de este caso:
En una escuela gratuita de las que ostentan el título de católicas en Sevilla se hace a los niños mover una bomba, surtir de agua el piso alto ocupado por las niñas, o bien ir por ella con cántaros y otros cacharros a las fuentes públicas. Además los tienen de pie muchas horas al día, sin permitirles que se sienten ni que vayan a evacuar sus necesidades. En cambio de lo dicho se les obliga a oír misa todos los domingos y días festivos, castigando muchas veces a los que faltan con ponerlos de rodillas apoyando las rótulas sobre dos garbanzos y con los brazos en cruz; y si, cansados o doloridos por este castigo inquisitorial se balancean o se caen, les propinan palmetazos.
Para ser justos con los maestros de entonces, es preciso reconocer que no les era fácil imponer la disciplina necesaria que garantizase su misión de enseñar a niños que, sobre todo, lo que querían era salir a jugar y ansiaban que llegara el momento del recreo.
Este dibujo de la revista Los Niños (9/4/1871) muestra una travesura corriente de todas las épocas, el momento en que los chicos se alborotan aprovechando que el maestro se ausenta del aula. Incluso uno de ellos dibuja una caricatura del ‘profe’ en la pared.
Y en esta simpática ilustración de la revista La Niñez de marzo de 1879 vemos que, aprovechando la ausencia del maestro, unos niños han ocupado su lugar para organizar unos divertidos exámenes con un tribunal presidido por Antoñito:
—¿Cuáles son los limites de España?—pregunta Antoñito a uno de los niños.
—El mar Negro por el Sur, las islas Chinchas por el Norte, las Batuecas por el Este, y Ciempozuelos por el Otro.
—¿Quién sucedió á los hunos en la Península?
—Los otros.
La llamada Ley Moyano de educación, promulgada en 1857, estuvo en vigor durante más de un siglo con pequeñas modificaciones a lo largo del tiempo, lo cual dice mucho de la poca atención que los sucesivos Gobiernos prestaban a la educación. Esta ley prescribía como obligatoria la enseñanza de los 6 a los 9 años, después ampliada a los 12, y era gratuita para los padres que no podían pagarla. La inmensa mayoría de nuestros antepasados no pisaban más aula que esa de la infancia. En la España rural sobre todo los niños con 10 años ya ayudaban a la familia en las labores del campo y solían dejar pronto la escuela.
La enseñanza era bien sencilla: aprender a leer y escribir, la aritmética, o sea, hacer cuentas, y el catecismo. Era lo básico. Dependía luego del conocimiento del maestro que los chicos aumentaran el suyo con otras materias como Geografía o Gramática. La Historia Sagrada era algo que no podía faltar, ya fuera en una escuela pública o con más razón católica. Había que saber las peripecias de Caín y Abel o cuantos hijos tuvo Jacob:
La revista La Escuela Moderna (1/4/1901), que intentaba implantar una pedagogía más racional y laica, recogió esta ilustrativa conversación entre un maestro y el padre de un niño:
—¡Aun no sabe quién es Dios! Y de la Historia Sagrada no conoce nada.
— Pero, D. Agustín, ¿qué falta le hace saber nada de esto, si ignora otras cosas que le han de ser más útiles?
— No; la Historia Sagrada es fuente de nuestros conocimientos religiosos y no puede prescindirse de ella. De ninguna Escuela española puede salir un niño de diez años sin saber quién es Dios, ni cuántos dioses hay, ni dónde está el arca de Noé...
La enseñanza estaba separada y niños y niñas iban a aulas diferentes. Lo corriente era también que los chicos tuvieran un maestro y las chicas una maestra, pero esto podía cambiar en el mundo rural, donde la falta de escuelas y lo mal pagados que estaban los profesores podía propiciar que un solo maestro diera clase a todos los niños y niñas del pueblo.
Es lo que vemos en esta imagen de una escuela rural de la década de 1920, concretamente en Las Hurdes, publicada por la revista Estampa diez años más tarde, en 1934. El reportaje incluía la antigua imagen para que se viera el contraste con las mejoras que se habían introducido en la educación durante la II República.
En la foto vemos a dos niños y una niña delante del maestro y su mesa, sobre la que hay un globo terráqueo. El maestro parece haber preguntado dónde está determinado país u otra pregunta geográfica y es la niña quien con el puntero indica la respuesta.
El reportaje señalaba los avances dados con los gobiernos republicanos:
El año 1930, las escuelas primarias nacionales de España albergaban algo más de millón y medio de niños. En el momento actual, esta cifra se ha elevado a tres millones. Los datos no son matemáticamente exactos, porque los servicios estadísticos de enseñanza no funcionan aún perfectamente. Pero puede calcularse con facilidad de esta manera global, teniendo en cuenta el número de maestros que existía el año 1930 (35.000) y el número de maestros en la actualidad (cerca de 60.000).
Con motivo del primer aniversario de la proclamación de la República la revista Nuevo Mundo publicó un artículo del pedagogo Rodolfo Llopis, que era entonces director general de Primera Enseñanza. Desde su puesto fue testigo del hambre de educación que había en España y lo reflejó así:
Dondequiera que se vaya, sea grande o pequeño el pueblo, lo primero que sale a nuestro encuentro es una comisión de vecinos que viene a pedir escuelas para sus hijos. Y todos los días, el despacho de la Dirección General y las ventanillas del Registro recogen las peticiones que en ese sentido hacen todos los pueblos de España. Jamás se ha conocido un estado de conciencia tan fuerte en favor de la cultura popular. Quien no viva íntimamente este momento histórico no puede imaginarse cuan arraigada está en el pueblo español esta apetencia cultural.
El artículo con los logros realizados durante ese primer año venía acompañado de una fotografía de un grupo de chicos a la puerta de una escuela en Madrid:
Sin embargo, los verdaderos héroes durante esos años, en los que la férrea disciplina y los palos si no eliminado se habían atemperado, eran los maestros y maestras de pueblo. Pese al esfuerzo presupuestario, las necesidades eran muchas. La revista Estampa (30/6/1934) hizo un reportaje con algunas maestras que acababan de sacar su plaza, jóvenes mujeres de ciudad de clase media dispuestas a ir donde les tocase. Una de ellas confiesa al reportero:
Lo malo es el salto. Ese salto en el vacío que van a dar muchísimas compañeras nuestras, cayendo en pueblos remotos. Esos pueblos sin luz para enchufar una bombilla, donde hay que acostarse al caer de la tarde. Todas las provincias españolas tienen pueblos así, sin carreteras, con caminos de herradura, hundidos en los montes, rodeados de nieve en el invierno y achicharrados de sol en el verano, sin más defensa que la manta de lana y la sombra de los árboles, sin una comodidad ni una alegría…
Otra de las maestras continúa relatando la epopeya:
Nosotras hemos tenido que estudiar de firme para obtener el título, y después para sacar esta plaza a que vamos destinadas. Como las ovejas del Señor, inclinamos la cabeza y aceptamos el sacrificio. Hemos de enseñar a las niñas en locales terribles, donde no hay comodidad alguna, con un material deplorable y con unas madres que no nos dejan desarrollar la labor a nuestro gusto . En cuanto lleguemos a la escuela se nos presentará una comisión a decirnos que no quieren que enseñemos a sus hijas más que a leer y escribir, las cuatro reglas elementales de la Aritmética y la labor de costura.
El reportaje va acompañado de fotografías muy reveladoras. En una de ellas vemos mezclados a niños y niñas del pueblo cántabro de Sel de la Carrera delante de una escuela inhóspita que miran juntos a la cámara desde su sagrada inocencia. En la foto de abajo se ve a una de las maestras, María Jesús Cuevas, junto a su escuela de Las Presas, localidad de Gerona. En este caso la situación es mucho mejor. Las niñas llevan uniforme blanco y nunca falta flores en el jarro que se ve sobre el armario, al fondo del aula. Un sencillo signo de esperanza en una buena educación de la infancia.