Leer con la yema de los dedos
En marzo de 1911 se inauguró en Madrid la primera biblioteca española para ciegos, dependiente del Ayuntamiento. Al acto asistió entre otras personalidades Jacinto Benavente, quien protagonizó una anécdota que años después el director de la biblioteca, Eduardo Molina, contó a un periodista de El Liberal:
Cogí a un niño ciego y le puse bajo los dedos un libro para que leyese, al tiempo que le decía al dramaturgo sonriendo:
—A ver si conoce usted esto.
Y el cieguecito comenzó a leer..., y lo que leía era un trozo de esa joya literaria que se llama «Los intereses creados».
—¡Y si viera usted cómo se emocionó D. Jacinto!
Un niño como el que leyó en Braille con voz angelical al ilustre Premio Nobel podemos ver en esta fotografía de la revista La Esfera de 1925. Era el alumno más pequeño del Colegio Nacional de Ciegos, entidad que tenía también su biblioteca. El pequeño está pasando las yemas de sus deditos por el enorme volumen que está leyendo. Es algo normal porque escribir los puntos en relieve del sistema Braille requiere más espacio que las letras del alfabeto y por eso los libros son muchos más gruesos.
En la biblioteca municipal, adonde iban invidentes adultos, Benavente junto con Víctor Hugo y Galdós estaban entre los autores preferidos. Del último escritor se pedía mucho Marianela, en la que un ciego es coprotagonista de la novela. El director del centro confesaba que no iban muchos a leer porque la mayoría tenían que ganarse la vida cada día. Unos son músicos, otros venden lotería, y todos así. Pero en cuanto tienen un rato vienen.
El Centro Instructivo y Protector de Ciegos, una sociedad de socorros mutuos de los propios invidentes, tenía también su propia biblioteca. Era circulante y los socios, que pagaban una cuota, se podían llevar los libros a casa durante 15 o 30 días, dependiendo si la obra era recreativa o de estudio. Para estos últimos el plazo era mayor. En esta imagen del boletín que editaba el centro podemos ver la biblioteca con los libros en las estanterías. Se puede apreciar lo gruesos que son los volúmenes y la falta de espacio para colocarlos todos.
El Centro Instructivo y Protector de Ciegos contaba con talleres para que los invidentes aprendieran un oficio y no tuvieran que mendigar. Se calcula que había entonces en España unos 10 000 ciegos que mendigaban porque no se les ofrecía trabajo ni formación. El número de invidentes de la época en España varía según las fuentes, porque las estadísticas no eran muy fiables, pero se estimaba una cifra entre 30 000 y 40 000.
En las bibliotecas para ciegos existentes en el primer tercio del siglo XX en Madrid no solo se leía, también se transcribían libros al sistema Braille, lo que requería una paciencia de monje. Transcribir a mano con regleta y punzón solo una página de un libro corriente llevaba unos 20 minutos. Eduardo Molina, el director de la municipal, estaba muy orgulloso porque el primer libro que se confeccionó en su biblioteca había sido el Quijote y contaban además con otras obras de Cervantes que habían sido expuestas en 1916 en la Biblioteca Nacional con motivo del tercer centenario de la muerte del escritor.
Para hacerse una idea del trabajo que llevaban las transcripciones no está de más consultar la equivalencia de letras y puntos Braille que publicaba regularmente el boletín del Centro Instructivo y Protector de Ciegos para que quienes podían ver educaran a los invidentes.
En esta preciosa imagen que publicó la revista Estampa en 1932 el fotógrafo ha sabido captar el aprendizaje de un alumno. En las primeras lecciones sus dedos van recorriendo lentamente las páginas guiados por las manos del profesor que le va traduciendo el significado de los puntos.
En el diario La Libertad un columnista escribió en 1933 que el mejor elogio del libro lo había hecho hacia más de un siglo el pedagogo Louis Braille, quien había quedado ciego de niño e inventó el método de lectura para los invidentes. Aquel hombre excepcionalmente bueno y sensitivo no quería morir sin legar a sus hermanos la esperanza luminosa de leer, vergel de sensaciones inefables y bellezas desconocidas.
El periodista comienza su columna describiendo una escena callejera que merece la pena reflejar:
La biblioteca municipal había transcrito a Braille el Quijote a mano, pero la imprenta del Colegio Nacional de Ciegos lo compuso una década después, en 1925, por medios mecánicos valiéndose de una máquina de estereotipia. En la revista La Esfera se publicó la plancha de la portada de esta edición.
Hubo que esperar algo más pero también acabaron apareciendo ediciones ilustradas de la inmortal novela. En un reportaje realizado cuando ya hacía tiempo que existía la ONCE publicado en 1973 por el Boletín de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas podemos ver una página en relieve con la ilustración del célebre episodio de los molinos.
En esta época, la década de 1970, ya existía el libro hablado, es decir, transcrito oralmente a una cinta magnetofónica. Las ‘cassettes’ eran una novedad y muchos ciegos preferían este sistema en vez de leer Braille. Se grababan los libros que se podían seguir con el oído porque no necesitaban una gran concentración, como obras literarias, de historia o de divulgación científica.
Pero volvamos a retroceder en el tiempo. En 1930, las socias del Lyceum Club Femenino, una asociación de mujeres ilustradas y de buena posición que presidía María de Maeztu, fundó el Comité del Libro para el Ciego a imitación de otros países europeos. Se financiaba con donativos y su finalidad básica era ayudar a los invidentes en la transcripción de obras al sistema Braille. La transcripción de novelas, biografías, libros de poemas o tratados de todas las materias las hacían las socias a mano en su propia casa y las llevaban al centro para que los ciegos las leyeran.
Otras socias, en lugar de transcribir, dictaban a algunos escribientes ciegos y eran estos los que pasaban a Braille las palabras, mientras que otras se limitaban a leer obras para que los invidentes las escucharan.
En esta fotografía de la revista Crónica, con un grupo de señoras del Lyceum Club que sostienen obras que han transcrito, se ve a otra de ellas que está dictando a un invidente mientras este va transcribiendo con el punzón y la regleta, los instrumentos básicos para componer los puntos en relieve.
En 1932 se abrió una sala de lectura para ciegos en la Biblioteca Nacional con más de 500 volúmenes en Braille, entre ellos obras en francés, alemán e inglés. Al frente de esta sección estaba una muchacha invidente que buscaba con rapidez los libros solicitados y ayudaba a los lectores.
Había una colección importante de obras científicas y de clásicos contemporáneos españoles como Unamuno, Benavente, Gregorio Marañón, Azorín, Gómez de la Serna o Blasco Ibáñez. Entre los autores extranjeros figuraban Dostoiewski y Rabindranath Tagore. También había libros de texto, que eran los preferidos por los invidentes más jóvenes porque les ayudaban a prepararse en sus respectivas vocaciones. Ellos tenían que competir con desventaja en la búsqueda de trabajo.
Todos estos libros ocupaban un gran espacio en las estanterías dado que un libro corriente al ser transcrito al Braille suponía entonces unos diez volúmenes.
En estas fotografías que publicó Estampa en ese año podemos ver a dos mujeres invidentes leyendo en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional y a otra guiando los dedos de un alumno adulto que se está iniciando en la lectura de puntos en relieve.
La Biblioteca Nacional de España no ha dejado desde entonces de facilitar el acceso a la lectura a las personas invidentes y otras personas con discapacidad. Hace solo unos años, con motivo del IV centenario de la muerte de Cervantes en 2016, más de 30 ciegos de todo el mundo fueron protagonista en la BNE de un emotivo acto que contó con la colaboración de la Unión Democrática de Pensionistas y de la ONCE. Párrafos del Quijote fueron leídos en Braille en varios idiomas, algo a la vez tan sencillo y tan maravilloso que habría conmovido al propio hidalgo manchego.