¡Que viene la canícula!
Como si fuera una fiera monstruosa que estuviera atada y un día se soltara, en los calendarios del siglo XVIII solía figurar el momento en que salía la canícula. Por ejemplo, en el Kalendario manual y Guía de Forasteros en Madrid, una publicación más que centenaria (1744-1837), vemos la frase Sale la Canícula entre el 1 y el 2 de septiembre, fiestas de San Gil Abad y San Antolín.
Parece contradictorio porque precisamente el refranero dice que Por San Antolín el verano toca a su fin, pero tiene una explicación astronómica. La canícula estaba relacionada con la estrella Sirio, la más brillante en la noche. Antiguamente su salida por el horizonte coincidía con la época más calurosa en el hemisferio norte. Pero las fechas se han ido corriendo a causa de la precesión de los equinoccios, el movimiento de peonza de la Tierra.
Salga cuando salga Sirio, la canícula, llamada así por pertenecer la estrella a la constelación del Can Mayor, ha quedado como referencia de los días más calurosos del año, que suelen darse en julio y agosto.
En uno de esos días, el 20 de julio de 1911, la revista Vida Marítima publicó un expresivo dibujo del planeta Tierra abrasándose en una parrilla con el siguiente texto:
La proximidad de la canícula ha venido precedida de una llamada ola de calor que ha dejado sentir extraordinariamente sus rigores. El telégrafo ha transmitido noticias terribles acerca de los efectos desastrosos que el calor ha producido en algunos países, tales como los Estados Unidos e Inglaterra, en los que se han registrado diversos casos de muertes repentinas por insolación anotando 36 y 38 grados centígrados a la sombra, no experimentados en los más álgidos períodos caniculares.
Más usual desde luego que en Inglaterra, muchos lugares de España no se han librado nunca de la canícula. En el diario Luz leemos el 10 de agosto de 1933 la noticia de muertos por insolación en diferentes lugares del país y el sorprendente dato de temperatura registrado en la localidad andaluza de Bailén:
La estación meteorológica ha registrado hoy 65 grados al sol y 41 a la sombra
En el número del día siguiente, 11 de agosto, el periódico Luz publicó un chiste gráfico del genial Luis Bagaría con el siguiente diálogo veraniego de dos hombres sudando literalmente la gota gorda:
—Yo me conformaría con cinco céntimos por cada vez que se habla del calor.
— Pues yo con un céntimo por cada vez que se pronuncia la palabra crisis.
— ¡Hombre! ¡Eso es ya ser demasiado ambicioso!
Ese mismo día apareció un artículo con el título ‘El clima artificial’ en el diario La Voz del periodista y escritor Alberto Insúa, autor de obras tan conocidas como ‘El negro que tenía el alma blanca’. Insúa decía que en el futuro se podrá regular el clima en la Tierra y evitar con la tecnología tanto el exceso de frío como de calor. Y añadía no sin un punto de optimismo:
El hombre del siglo XXI vivirá seguramente en una tierra paradisíaca. Entre tanto, el cronista ha escrito esta crónica en un purgatorio. Y no en un infierno porque se ha creado con un simple ventilador una pequeña brisa artificial... Hemos nacido demasiado pronto...
El día del apóstol Santiago de 1928, un día en el que suele hacer mucho calor, el Heraldo de Madrid dedicó a este tema la mayor parte de su portada:
Cuando llega el verano los vecinos de Madrid dedican todas sus energías a discutir sobre el calor. Sudorosos, jadeantes, medio asfixiados en las terrazas de los cafés o en los pisos estrechos, donde el sol cae tenazmente durante la mayor parte del día, los hombres cuyo veraneo consiste en comer en mangas de camisa, con un botijo al lado, charlan largamente sobre las diferentes temperaturas de Madrid.
Al periódico se le ocurrió entonces hacer una competición de calor por barrios. Un reportero acompañado por un fotógrafo cogió un taxi y salió pertrechado con un termómetro para medir la temperatura a la sombra a la una de la tarde en cinco zonas. El resultado del experimento es que el paseo de Rosales era el sitio más fresco (25º) y Lavapiés el más caluroso (32º), una diferencia de siete grados. No tiene nada de particular dado que Rosales tiene al lado el parque del Oeste y vistas a la Casa de Campo.
El reportaje terminaba con una recomendación:
Por eso les aconsejamos que huyan hacia Rosales, donde, además de la Banda municipal, de los farolillos a la veneciana y de numerosos idilios, encontrarán el poco aire que queda en Madrid.
Retrocediendo al siglo XIX, son curiosas las reglas higiénicas para combatir el calor que publicó El Mallorquín, un periódico de Palma, un día tan caluroso como el 30 de julio de 1858. Algunas de ellas las reconocemos todavía como muy razonables, tales como no salir de casa durante las horas más calurosas, empezar a trabajar dos horas antes que en invierno y suspender cualquier actividad a las dos de la tarde, beber poco vino y bañarse en agua fría o corriente. Otras recomendaciones nos son algo más extrañas, como evitar toda excitación, así física como moral, nada de banquetes ni asistir a reuniones numerosas y hacer gárgaras con agua y vinagre.
Lo que ya no podemos reconocer son las prescripciones médicas de la época. El periódico decía que durante la canícula era malo el purgarse en caso de indisposición o enfermedad y había que tener cuidado también con las sangrías:
Media docena de sanguijuelas en el ano es la evacuación sanguínea mayor a que uno puede aventurarse, si es que conviene aliviar la cabeza o desobstruir el vientre.
Como es costumbre en España, la siesta siempre ha sido un medio barato de esquivar el calor veraniego. Los que podían hacerlo marchaban a lugares más frescos y los que no pasaban durmiendo o descansando a la sombra las horas más calurosas. En la Ilustración Católica podemos leer una escueta y expresiva nota de agosto de 1881.
A pesar del movimiento electoral, Madrid sigue durmiendo la siesta de la canícula. Dos terceras partes de los balcones permanecen con las persianas caídas como si fuesen losas sepulcrales, y por las calles y paseos circula poca gente, notándose los efectos del calor y de la emigración de estos meses. Por eso la crónica de la capital carece de interés, pues hasta los teatros de verano, que se parecen a los toros de invierno, han languidecido este año más que de costumbre por el excesivo rigor de los calores.
En El Monitor de la salud de las familias y de la salubridad de los pueblos (15/7/1862) encontramos curiosos consejos sobre la siesta como éste:
La siesta ha de ser mucho más corta en invierno. Algún monje higienista debió de ser el autor del precepto ‘Mensibus erratis, ne dormiatis’; esto es, no durmáis en los meses que tienen R, y dormid un rato en los que no la tienen. En este último caso se hallan (tanto en latín como en castellano) los nombres de los meses que siguen: Mayo, Junio, Julio y Agosto. Los ocho restantes todos tienen R en la denominación que llevan. En estos ocho meses ‘errados’ bastará reposar la comida una media horita sin llegar a dormirse.
Aunque no tan agobiante, también hace calor en el norte de Europa. Para combatirlo no hay siesta pero sí soluciones ingeniosas como esta innovación alemana que vemos en La Esfera (22/8/1925). La fotografía muestra una oficina de Berlín durante la canícula. El director y los empleados resuelven el problema de las altas temperaturas trabajando vestidos con trajes de baño. Con esto, dice el texto, además del fresco se procuran los laboriosos berlineses la ilusión de hallarse veraneando en una playa.
A Madrid también llegaron los nuevos aires de modernidad. En el verano de 1935 Mundo Gráfico publicó una doble página de bañistas refrescándose en las aguas del Manzanares o tostándose en sus orillas, con un pie en el que se leía lo siguiente:
En otros tiempos, cuando apretaba mucho el calor y el sol caía como lluvia de plomo fundido sobre la cabeza de los pobres madrileños, éstos se refugiaban, con un botijo en los brazos, en los lugares más sombríos de las casas o en las espesuras del Retiro. Pero todo ha cambiado. Vean ustedes lo que hacen este verano para protegerse del calor: se ponen en cueros, se untan con grasas y aceites, y se colocan bien al sol. A los pocos minutos están fritos como vulgares pescadillos. Y como le ocurre a las pescadillas fritas y servidas en un plato, que ya las pobres ni sienten frío ni calor, ni otra sensación alguna que sea de este mundo, los madrileños dejan de sufrir y alcanzan la felicidad.
Dos veranos más tarde, en un Madrid en guerra, los vecinos supieron que el verano había llegado cuando vieron aparecer en las calles las sandías. Eso es lo que se contaba en un reportaje de la misma revista, Mundo Gráfico (14/7/1937):
Digan lo que quieran los termómetros, el madrileño castizo o de adopción no aceptará que ha llegado la auténtica canícula hasta que no ve aparecer en manos de los vendedores de frutas las primeras sandías. Cuando la bola verde, de jugosa y purpúreas entrañas, forma pirámides en las esquinas de la ciudad, el madrileño exclama, convencido:
—¡Ya está aquí el verano!
Debido a la guerra, las sandías eran más caras que de costumbre y el reportero no puede dejar de lamentarlo:
Y ya están aquí—¡oh decepción! —sandías y melones. Flamantes y costosos como joyas. Y como joyas auténticas, inasequibles para el bolsillo del ciudadano trabajador, del madrileño que durante todo un invierno dramático ha dado al mundo un ejemplo inigualable de estoicismo, de austeridad heroica, de bravura sin par.
Lo de Bagaría podría ser de hoy: ¡calor y crisis!