García Morente y el crucero universitario de 1933
Hace noventa años, al inicio de 1933, el académico y filósofo Manuel García Morente, cuyas obras han pasado a dominio público este año, tuvo un sueño: una expedición humanística que recorrería las aguas del Mediterráneo en busca de las fuentes de la historia y la civilización occidental. Un insólito proyecto cargado de energía y entusiasmo que pretendía para sus participantes, no sólo la acumulación de conocimiento, sino protagonizar una experiencia que les proporcionara la actitud necesaria para abrirse a la vida y al descubrimiento.
Claro que García Morente era un intelectual muy singular. Perteneciente a la Escuela de Madrid junto a Ortega y Gasset y Xavier Zubiri, profesor de María Zambrano y Julián Marías, entre otros. Con una capacidad organizativa asombrosa, fue Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid desde 1932, durante la época de mayor esplendor del centro, gracias a su gestión y al trabajo docente de profesores como los mencionados Ortega y Zubiri, junto a Menéndez Pidal, María de Maeztu, Tomás Navarro Tomás, Manuel Gómez Moreno, Hugo Obermaier, Asín Palacios, Elías Tormo, Américo Castro, Claudio Sánchez-Albornoz y Pedro Urbano González de la Calle, entre muchos otros. Había participado muy activamente en la reforma universitaria que pretendía europeizar España con el llamado Plan Morente, un plan de estudios para la enseñanza de la filosofía inspirado en los postulados de la Institución Libre de Enseñanza, reconocido y puesto en práctica más allá de nuestras fronteras. Su capacidad de trabajo y la cristalina idea que tenía de lo que suponía la enseñanza y la transferencia de conocimiento le llevó a implicarse personalmente en la construcción del flamante edificio de la Facultad de Filosofía y Letras, cuidando todos los aspectos estéticos y funcionales, los colores, los materiales y las formas, en muy buena sintonía con el arquitecto Agustín Aguirre, que buscaba una arquitectura racionalista. Morente tenía muy claro que el viejo caserón de San Bernardo se había quedado escaso y anticuado para formar a las nuevas generaciones de estudiantes, en su mayoría mujeres, que veintitrés años después del Real Decreto de 8 de marzo de 1910, que permitía a las mujeres matricularse en cualquiera de los establecimientos oficiales sin necesidad de contar con el permiso de sus directores, como venía sucediendo desde 1888, habían inundado las aulas de la Facultad con su mayoritaria presencia. De los quinientos alumnos matriculados en la Facultad, cuatrocientos eran alumnas.
En este contexto, el profesor Morente, durante aquellos primeros meses de 1933, pudo imaginar una aventura en la que la labor docente trascendería el corpus teórico para encontrar en la experiencia práctica su principal fuente de conocimiento. En principio contaba con las competencias necesarias para organizar la expedición: tenía de su lado al ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, que había aprobado la realización del viaje el 4 de abril, tras una encendida defensa del proyecto ante el Consejo de Ministros; disponía de un profesorado de excelencia entusiasmado con la idea y había planificado un itinerario fascinante y tentador. Saldrían desde Barcelona el día quince de junio rumbo a: Túnez, Susa, La Valeta (Malta), Alejandría, Haifa, Candía (Creta), Rodas, Esmirna, Constantinopla, Salónica, Atenas, Nauplia, Itea, Catácolo, Siracusa, Palermo, Nápoles, Palma de Mallorca y desembarco en Valencia el día 1 de agosto.
Solo faltaban dos cosas: los estudiantes y el barco que se convertiría en universidad flotante durante los 45 días que duraría el crucero por la cuenca del Mediterráneo durante ese verano de 1933. Con el barco no hubo problema, la Compañía Transmediterránea pondría a disposición la motonave “Ciudad de Cádiz”, un bello navío tristemente convertido en símbolo de la historia que estaba por llegar y que acabaría sus días hundido en el Mar Egeo el 15 de agosto de 1937 por el submarino italiano Ferraris.
Además, era necesario conseguir hacer económicamente viable tan costosa aventura. Y para ello diseñó un plan: por una parte, el crucero haría las veces de embajada cultural española, una suerte de escaparate del talento y de las ganas de futuro de toda una generación. Muchas administraciones quisieron adherirse a esta iniciativa y el proyecto contó con el apoyo económico de instituciones como el Ayuntamiento de Madrid, la Diputación Provincial, el Patronato Nacional de Turismo y la propia Universidad de Madrid, que permitió ofrecer becas para cubrir los gastos de buena parte de alumnado. Fue tal el fervor y la entrega de los impulsores del proyecto que figuras como Ortega y Gasset, gran amigo de Morente, no dudaron en dictar algunas conferencias con el objetivo de recabar fondos para la causa y se contó también con las donaciones de figuras como Gregorio Marañón y el filósofo y pedagogo Juan Zaragüeta.
Por su lado, el gobierno de la Segunda República, de la mano del Ministro de Instrucción Pública, resolvería y ordenaría las cuestiones burocráticas y sanitarias necesarias para llevar a cabo el trayecto, además de proporcionar pasaportes diplomáticos a los cruceristas y hacer llegar recomendaciones a cónsules y diplomáticos, que les permitirían transitar por tan numerosos y variados países.
Ya hemos dicho que el viaje era costoso, aunque resultó económico para muchos de sus participantes. Dejemos que nos hable de los detalles el propio Morente “Todos los participantes en el crucero han sufragado la cuota de 1.600 pesetas. Esta cuota quedó fijada de la siguiente manera: siendo 188 los pasajeros que podía contener el buque, se dividió por 188 la suma de 225.000 pesetas que pedía la Compañía Transmediterránea por el buque durante los cuarenta y cinco días del viaje. Arroja esta operación la cantidad de 1.200 pesetas, a la cual se añadieron 400 para los gastos de traslado a El Cairo, estancia en dicha ciudad, traslado de Jafa a Jerusalén, estancia en Jerusalén, automóviles, ferrocarriles, gastos generales de excursiones, etc”. Muchos estudiantes pudieron abonar esas 1.600 pesetas, que hoy serían unos 3.650 €, gracias a la puesta a disposición de becas y medias becas, de modo que entre éstas y las aportaciones individuales, solo veintitrés alumnos pagaron el viaje íntegro. Todos los profesores, numerarios, bibliotecarios, archiveros y auxiliares abonaron el costo completo. Exentos de pago quedaron: los estudiantes encargados de rodar el documento gráfico de la expedición, Arturo Ruiz Castillo y Gonzalo Menéndez Pidal, y los dos funcionarios del Patronato de Turismo, Jacobo Bentata Sabah y Haroldo Díez Terol. Las solicitudes deberían estar refrendadas por un profesor de la Facultad y avaladas por un buen expediente académico. El comité de selección de las solicitudes lo formaba el propio García Morente, el secretario de la Facultad, José Ferrandis, Ángel Gonzalez Palencia, Juan Zaragüeta y Marín Almagro Basch, en representación de los alumnos.
Por supuesto, la prensa nacional se hizo eco de la iniciativa que, desde algunos sectores, con el objetivo de atacar al gobierno, fue criticada como ocurrencia despilfarradora y elitista, antes incluso de hacerse públicas las condiciones económicas y la lista de participantes. Por otro lado, desde los círculos más ultraconservadores, se le reprochaba al ministro la peligrosa deriva laicista en la que se encontraba la educación española.
Sin embargo, superados todos los obstáculos, ya sólo nos queda por conocer ¿quiénes eran esas casi doscientas personas que embarcaron en el Ciudad de Cádiz? Lógicamente, la mayoría eran chicas, puesto que en la Facultad de Filosofía y Letras era mayor el número de mujeres que el de hombres. Entre quienes el 15 de enero de 1933 ocuparon su plaza en el nuevo y flamante edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria había una abrumadora presencia de mujeres. Según rezaba el diario Ahora en su edición del 22 de enero: “Más de cuatrocientos son señoritas, y menos de un centenar son varones”.
Aunque el grupo más numeroso fue el proveniente de la Facultad de Filosofía y Letras, también hubo asistentes de la Escuela de Arquitectura de Madrid, a los que se unieron algunos profesores y alumnos de las universidades Autónoma de Barcelona y Valencia. De este modo, la distribución del pasaje quedó así: de los 148 afortunados estudiantes, 82 eran mujeres. La proporción se invertía en el equipo de 35 docentes, de los que un 80% eran hombres.
En este sentido, desde nuestra perspectiva actual puede resultar llamativo el título de una primera circular que la Universidad difundió a los interesados “Prevenciones para los señores que han de tomar parte en el crucero por el mediterráneo”. Dichos señores — y también las señoras —debían escribir una carta al Decano y director del crucero, reiterando la resolución de participar en el crucero y de aceptar sus directrices, dejando constancia de la autorización específicamente paterna o del tutor, en caso de ser menor de edad; enviar tres fotografías indicando al dorso nombre y apellidos, domicilio y edad; proveerse del correspondiente permiso militar en el caso de encontrarse en quintas; vacunarse de la viruela y de la fiebre tifoidea y adjuntar certificado de vacunación reciente; abonar las 1.600 pesetas antes de junio; y por último, puesto que los viajes desde Madrid a Barcelona y de Valencia a Madrid no estaban incluidos en el precio, el decano se proponía solicitar a la Compañía de Ferrocarriles un billete colectivo. Por lo tanto, se solicitaba que se indicase la intención de acogerse a dicho descuento.
Una organización del proyecto, tan eficiente y rigurosa, sólo podía llevar a buen puerto la aventura, de modo que la expedición quedó formada por 190 personas: Manuel García Morente, como jefe, José Ferrandis, secretario, un grupo de 34 profesores, un bibliotecario, Lasso de la Vega, y una archivera, Pilar Lamarque de Varela. A los 186 universitarios hay que sumar una enfermera de la Cruz Roja, Susana Maura Salas, un funcionario de la Marina Civil y dos funcionarios del Patronato de Turismo.
Un grupo diverso y heterogéneo, proveniente de diferentes estratos sociales, multidisciplinar, intergeneracional y paritario. Unos acababan de cumplir dieciocho años, otros eran doctorandos, profesores o catedráticos, unos tenían padres ministros y otros eran los primeros de su familia que pisaban la universidad. Para la mayoría era la primera vez que salían de España.
Entre los profesores había arabistas, historiadores, filólogos, arqueólogos y arquitectos, entre otros: Antonio Ballesteros Beretta, Pascual Bravo Sanfeliu, Emilio Camps Cazorla, Guillermo Díaz Plaja, Pilar Fernández Vega, Antonio García Bellido, Ramón García Linares, Manuel Gómez Moreno, Ángel González Palencia, Juan Hurtado y Jiménez de la Serna, Enrique Lafuente Ferrari, José López de Toro, Julio Martínez Santa Olalla, Pilar Navarro de García Linares, Hugo Obermaier, Elías Tormo y Juan Zaragüeta Bengoechea.
Entre los alumnos se encontraban figuras destacadas de la intelectualidad española del siglo XX: Fernando Chueca Goitia, Soledad Ortega Spottorno, Julián Marías, Salvador Espriu, Jaume Vicens Vives, Isabel García Lorca, Emilio Garrigues, María Elena Gómez-Moreno, Fernando Jiménez Placer, Gregorio Marañón Moya, Gonzalo Menéndez Pidal, Luis Pericot, María Ugarte España o María Hernández-Sampelayo, entre otros. Cabe destacar que el grupo de arabistas estaba íntegramente formado por mujeres: Ángela Barnés González, María Luisa Fuertes Grasa, Esmeralda Gijón Zapata, Manuela Manzanares López y Encarnación Plans Sanz.
La lista completa de pasajeros figura en el catálogo que, con el título de Crucero universitario por el Mediterráneo [Verano de 1933], recoge la exposición celebrada en diciembre de 1993 en la Residencia de Estudiantes, impulsada por Juan Pérez de Ayala, cuyos padres se conocieron en el crucero.
Gracias a ese catálogo podemos conocer con detalle las normas y recomendaciones dirigidas al pasaje. Por ejemplo, en la titulada Prevenciones generales para todos los participantes en el crucero universitario se les anima a “cumplir las prescripciones dictadas para el bien de todos y mantener el espíritu de concordia, armonía y alegre colaboración. Es necesario que todos y cada uno de los expedicionarios estén animados de un benévolo sentimiento de condescendencia y mutua tolerancia, consistiendo en reprimir los caprichos individuales, cuando sean incompatibles con el orden general y las disposiciones tomadas para la mejor realización del viaje y las excursiones” ¿Se puede decir más claro?
Y con el título Prevenciones para la vida de los expedicionarios a bordo de la motonave Ciudad de Cádiz se dan indicaciones sobre la distribución de los camarotes: “en primera clase los profesores, las señoras y las señoritas; si faltan camarotes de primera clase para las señoritas, algunas de éstas recibirán camarote de segunda clase. Los camarotes de tercera clase serán atribuidos a los alumnos que son más robustos y jóvenes”.
En cuanto a las Prevenciones higiénicas facilitadas por el profesor doctor Don Gustavo Pittaluga podemos leer recomendaciones para defenderse de diferentes enfermedades y hacer buen uso de determinados medicamentos.
Llegados a este punto, concebido el viaje como una experiencia inmersiva, como una extensa y completa clase de humanidades, la experiencia académica fue registrada documentalmente con rigor. Se visitaron museos y lugares destacados que tuvieran interés histórico o científico, se realizaron encuentros culturales en algunos países, se organizaron grupos de expedicionarios organizados por disciplinas: arabistas, literatos, arqueólogos, historiadores… Se transformó la bodega para instalar una biblioteca dotada con fondos de la Universidad y un salón de actos en el que catedráticos y profesores como el propio García Morente, Martínez Santa Olalla, Elías Tormo, Pascual Bravo, Antonio García Bellido, Juan Zaragüeta, Hugo Obermaier y Lafuente Ferrari dictaron interesantes conferencias, un total de veintisiete, relacionadas con los lugares que se iban a visitar. A su vez, los alumnos debían realizar diversos trabajos, entre ellos la redacción de un diario de abordo. Incluso se organizó un concurso entre los alumnos para seleccionar el mejor texto, estableciéndose varios premios. En 1934 se publicó un primer libro titulado Juventud en el mundo antiguo con el diario de viaje que resultó ganador, el de Carlos Alonso del Real, y el de otros dos expedicionarios, Julián Marías y Manuel Granell Muniz.
El periplo supuso para sus participantes una experiencia que no olvidarían el resto de su vida. Era la primera vez ante muchas cosas. En palabras de Morente “los frutos de este crucero han de ser extraordinarios para la formación espiritual de todos los que a él han asistido”. Y no escatimó palabras de elogio para los cruceristas: “La nación española se ha hecho presente en remotas regiones, en donde no era conocida o lo era poco y mal. La sorpresa y admiración que en todos los lugares del crucero producían nuestra llegada y nuestra presencia son realmente algo digno de mención. El espectáculo de esta juventud española, con su singular síntesis de alegría y de gravedad, con su cortesía, su distinción y su cultura ha impresionado profundamente en todas partes. A muchas personas he oído confesar paladinamente que no podían imaginar que España fuese lo que estaban viendo; y era bien notoria y patente la admirativa sorpresa que a todos causaba el conjunto de nuestros estudiantes y nuestras muchachas, tan resueltos y elegantes de modales, con su viva curiosidad por todo, con su inteligente afán de comprensión y de conocimiento.”
Durante el camino de vuelta, a su llegada a Nápoles, Valle-Inclán, por aquel entonces director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma, no quiso perderse tal acontecimiento y se unió a la tripulación hasta el final del trayecto.
El viaje concluyó con éxito el 1 de agosto en el puerto de Valencia. Por este motivo, el Capitán del Ciudad de Cádiz, Jaime Gelpí Verdaguer, fue condecorado con la Encomienda de Alfonso X el Sabio.
Tal fue la satisfacción general por los buenos resultados de la iniciativa que, en una suerte de fiebre crucerística, en los siguiente años se organizaron itinerarios por todo el mundo. En 1934, la Universidad de Valladolid organizó un viaje de estudios a Grecia. Ese mismo año, desde la Universidad de Barcelona, por aquel entonces Universidad Autónoma de Barcelona, dos jóvenes profesores, Guillermo Díaz-Plaja y Jaume Vicens Vives, junto con el catedrático y Decano de Medicina, Ángel Ferrer y Cagigal, organizaron rumbo al oeste el Crucero Universitario Transatlántico, que recorrió varias islas antillanas, algunos puertos de América Central, Venezuela y Nueva York. En 1935 se llevó a cabo un Crucero a Extremo Oriente con salida desde el puerto de Marsella y para el verano de 1936 estaba previsto que un grupo de estudiantes de Puerto Rico cruzara el Atlántico para visitar España. Sin embargo ese último proyecto quedó truncado, como tantos otros buenos proyectos, por el inicio de la Guerra Civil.
EL CRUCERO EN LA PRENSA
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BIBLIOGRAFÍA
García Morente, Manuel. “El crucero universitario del Mediterráneo”. La escuela moderna. 1/08/1933., pp. 379-383.
Historia de la flota. Madrid: Compañía Trasmediterránea, 1998
Qué interesante. El abuelo de mi marido participó.