Eva en la BNE
“No alcanza la masa qué razón pudieron tener los reglamentistas de la Biblioteca para cerrar sus puertas á las mujeres […] No parece sino que el genio del oscurantismo derrotado ya por el hombre aún conserva su imperio sobre la muger [sic]. Esta mitad del pueblo tiene todavía en España conventos donde encerrarse y no bibliotecas donde instruirse”
(Nota marginal del expediente de María Antonia Gutiérrez. Archivo BNE. 1837)
El libro de este génesis bibliotecario se abre un 29 de diciembre de 1711; la fecha en que un jovencísimo rey de España criado en Versalles decreta la apertura de una biblioteca para sus nuevos súbditos. A sus diecisiete años, el nieto del Rey Sol pugna todavía por el trono de esa nación adusta que era España y, dando oídos a los consejos de su confesor y tal vez influido por la biblioteca de sus mayores, decide fundar la Real Biblioteca Pública: en el principio fue organizar aquel caos, instalarlo y regularlo, lo que se hizo sólo muy precariamente, habida cuenta de la situación del país.
Si nos atenemos a las estimaciones de Paz y Meliá, basadas en los datos del Conde de Gnoli para la Casanatense de Roma, la biblioteca no recibiría en aquellos tiempos ni tan siquiera una media de 10 lectores diarios. Ya 50 años más tarde, reinando Carlos III, las nuevas Constituciones de Juan de Santander (1761) se ocupan de las condiciones de acceso a la Real Librería, bosquejando por vez primera un paraíso para disfrute exclusivo de adanes, pero ¿cabe imaginar un edén semejante?
La tradicional división del trabajo atendiendo a razones de sexo, la diferente educación de niñas y niños e, incluso, la clara delimitación de ámbitos femeninos y masculinos tanto en el entorno doméstico como en el público (la iglesia, la plaza, etc.), y, más adelante, el veto absoluto de ciertos establecimientos públicos (botillerías, cafés, etc.) libraron durante mucho tiempo a las hijas de Eva de la tentación de conculcar aquellos cotos masculinos.
Así, no ha de resultarnos extraña la prohibición del acceso femenino a la Biblioteca Real, demasiado habitual en la época, como lo demuestra la encuesta que en 1834 Antonio María Panizzi, bibliotecario del British Museum, dirige a veintisiete bibliotecas extranjeras, consultadas, entre otros temas, sobre este particular.
En el mejor de los casos, podemos hacernos la ilusión de que si los rectores de la Biblioteca creyeron precisa la prohibición, bien podría ser para atajar los deseos de alguna osada de aventurarse en aquel templo del saber o la insistencia de determinado varón para que lo hiciera su deuda o pupila: una de esas cultas latiniparlas, hembrilatinas, etc. con las que ya se encarnizaba la literatura satírica del siglo de Oro o de aquellas benditas que inventaron mil subterfugios para que sus voces traspasaran los muros conventuales o el curso del tiempo sin arriesgarse a ser carne de auto de fe.
Así y todo, en un alarde de “longanimidad”, desde 1761 en la Biblioteca Real de Madrid, como también ocurría, por ejemplo, en la Borbónica de Nápoles, se permitía a las mujeres “hir en los feriados con permiso del Bibliothecario Mayor”. Todavía en 1819, recién instalada la biblioteca en el Palacio del Almirantazgo, hoy sede del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales “permite S.M. la entrada en su Real Biblioteca a todas las personas de ambos sexos desde el dia 14 de este mes de Octubre hasta el 18 del mismo, de las diez de la mañana hasta la una […], dándose principio en el dia de su feliz cumpleaños”
Habría que esperar a 1837, para que la ya desde hacía un año sedicente Biblioteca Nacional reconociera al llamado sexo débil el derecho de utilizar sus libros: hojearlos, leerlos, estudiar e investigar con ellos. Para ello hubieron de conjugarse un contexto propicio, el de los gobiernos liberales burgueses de María Cristina, y la iniciativa de una mujer singular: nuestra eva lectora, es decir María Antonia Gutiérrez Bueno y Aoiz (1781-1874).
Escasas y difícilmente rastreables son sus pistas biográficas pues, si ya de por sí las mujeres pasaban desapercibidas, no ayudan al caso ni la ponderada virtud femenina de la modestia ni la desaforada afición de las autoras a los seudónimos masculinos, causa y efecto de dicha virtud. Por el contrario, mucho más generosas se muestran las fuentes en lo que hace al “autor de los días” de nuestra pionera, lo que nos permite reconstruir el ambiente en que se crió, creció, educó e instruyó la pequeña María Antonia.
María Antonia fue hija de boticario; no de un boticario cualquiera, sino de uno de nuestros más notables hombres de ciencia de finales del siglo XVIII: Pedro Gutiérrez Bueno (1745-1822). Del padre de nuestra primera lectora no hay apenas noticias hasta la década de 1770, los años en que contrae matrimonio con Mariana Ahoiz y Navarro (m. 1803), que son también los de la compra de la farmacia de la calle Ancha de San Bernardo con esquina a la de la Manzana que regentará la familia hasta 1830. Es en esa misma década cuando el futuro boticario concluye sus estudios de farmacia y cuando nacen sus dos primeras hijas: Tiburcia Antonia (1774) y Clotilde Antonia (1778). La tercera de las Antonias, la “nuestra”, nace un 17 de enero de 1781 en la casa de la calle de San Bernardo.
Mucho cambiará la vida de los Gutiérrez Bueno desde el año 1779, en que el cabeza de familia otorga una declaración de pobre, hasta 1792, cuando es nombrado Boticario Mayor del Rey.
Son años de intensa actividad en los que el farmacéutico atiende los más variados encargos del gobierno, desde la censura y traducción de la obra de Lavoisier, la redacción de informes (sobre la instalación de pararrayos, la fabricación de la pólvora, etc.) o la supervisión de la Real Fábrica de Cristal de San Ildefonso. Tareas que Gutiérrez Bueno conjuga con la docencia, con la redacción de manuales de química, de tratados sobre sus aplicaciones industriales o de traducciones científicas del francés, muchos de los cuales, unos y otros, pueden consultarse en la Biblioteca Digital Hispánica de la BNE. Y esto por no hablar del Pedro Gutiérrez emprendedor que dirige varias industrias químicas en la Villa de Cadalso de los Vidrios. Malquisto de algunos de sus colegas cuya malevolencia sufrió en el proceso de depuración de afrancesados, gozó sin embargo de una posición económica desahogada, como lo demuestra el inventario de sus bienes (la botica, una fábrica, un laboratorio, buena provisión de enseres domésticos y mobiliario, etc.), así como de un escogido círculo social, en que destacan notables de la época, como el Marqués de Santa Cruz, Viera y Clavijo o el mismo Leandro Fernández de Moratín.
Moratín, bibliotecario mayor de la Biblioteca Real (1811-1812), tan preocupado por la educación femenina, trataba con gran familiaridad al boticario, a quien apodaba Petrus Bonus, y a sus hijas, especialmente a la que él llamaba Marie Toinette Bonus, que no es otra que la protagonista de nuestra historia. Así, les envía saludos en su correspondencia desde Francia y los menciona en ese peculiar diario suyo escrito en cinco lenguas cuyo manuscrito original conserva la BNE: 6 de marzo de 1808: “Calles; vidi Toinette in Rubio street; ici Conde manger. /cum il, promenade; chez Tineo; chez Conde”. 7 de marzo: “chez Toinette (manchado). / chez Tineo; comedia; Calles; chez Melón; chez Conde.”
Echemos ahora un vistazo a algunas pertenencias familiares: a un piano forte sobre el que bien podría sustentarse la idea de que a las señoritas Gutiérrez Bueno no les faltó la formación de “adorno social” propia de la época. Pero, sobre todo, a la biblioteca: formada por cerca de 300 obras, la mayoría sobre temas científicos. Menudeaban también en ella los diccionarios y gramáticas de otras lenguas, en especial de la francesa en que estaba escrita casi la tercera parte de aquellos libros.
El dominio de la lengua de Molière hemos de presuponérselo a María Antonia, quien firmó a principios del siglo XIX algunas traducciones castellanas de obras científicas aparecidas en el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos y a quien en 1805 encontramos viviendo en Francia con su marido, Antonio Arnau.
En 1822 ya ha enviudado; nuevamente instalada en Madrid, publica en 1832 el conjunto de traducciones titulado Recopilación de lo más interesante que se ha publicado en abril de 1832 en la Gaceta de Francia concerniente al cólera-morbo, obra de lectura poco recomendable para los estómagos delicados, en que el paliativo más lene para el paciente -afligido a partes iguales por remedio y enfermedad- va desde las sanguijuelas aplicadas en el ano hasta la flagelación con ortigas. Se da la peculiaridad de que los escasos ejemplares conocidos de esta obra (dos de ellos en la Nacional) llevan un visé de la autora ¿o tal vez deberíamos decir mejor del autor?
En efecto, ya en ella nuestra autora firma con nombre de varón, práctica habitual a muchas de las escritoras del XIX: Eugenio Ortazan y Brunet (comprueben los curiosos si no son las mismas letras que las de Antonia Gutyerrez Bueno). Tres años más tarde, bajo el mismo anagrama, vería la luz “dedicado al Bello Sexo”, la primera entrega de ese Diccionario histórico y biográfico de mugeres [sic] célebres cuya continuación supuestamente le llevó a solicitar la admisión en la Biblioteca Nacional. Un opúsculo de cuatro cuadernos, a cinco reales cada uno, y de no más de 160 páginas (de Abadesas a Armelle (Nicolasa)) del que apenas constan ejemplares en las colecciones españolas y que probablemente nunca remató. No porque -como dice el médico Vicente Díez Canseco (n. 1813), a propósito de su propio Diccionario Biográfico Universal de Mugeres [sic] Célebres- “el señor Brunet” falleciera, ya que nos consta por su partida de defunción que María Antonia alcanzó los 93 años de edad. Quién sabe qué circunstancias le harían desistir de aquel propósito o si no sería éste más que un pretexto ante el Ministerio de la Gobernación para acceder a aquel paraíso prohibido que era la Biblioteca Nacional:
“Estando publicando una obra con el título de Diccionario histórico y biográfico de mugeres [sic] célebres bajo el nombre de D. Eugenio Ortazan y Brunet en el que se halla anagramatizado el suyo y siéndole difícil y aún imposible, a causa de sus circunstancias procurarse los libros que necesita para continuar su obra, la que va recibiendo bastante aceptación del público, a V.E. suplica se sirva dar a la exponente un permiso para concurrir a la Biblioteca nacional, donde podrá hallar todos los libros que necesita para continuar su trabajo”
(Carta de María Antonia G. Bueno al Ministerio de la Gobernación. 12 de enero de 1837)
Posteriormente perdemos de nuevo su pista. En 1863 verá morir al que parece ser su único hijo Luis Antonio Arnau, quien acumuló títulos y honores a lo largo de una brillante carrera diplomática que lo llevó a ocupar embajadas como la de París. Todavía en 1866, con 85 años, la encontramos colaborando junto con otras pioneras bastante más jóvenes, como Ángela Grassi, Carolina Coronado, Faustina Sáez de Melgar o Gertrudis Gómez de Avellaneda en la Academia Tipográfica, cuya publicación, El Álbum de las familias, postula “la educación de la mujer, base de los pueblos” como uno de sus puntos centrales.
Y hasta aquí nos ha llevado la historia de nuestra singular primera lectora. Pasaron después muchas décadas en que la presencia femenina fue tan tímida como comentada en las salas: la mayoría futuras maestras, cuando no jovencitas analfabetas que acompañaban a los novios. Hoy en día, nada mejor que las cifras para reflejar la situación de igualdad alcanzada: de los 48.434 carnés activos a finales de 2011, un 49,26% eran de mujeres, frente al 49,46 de carnés de hombres. El 1,28 % se corresponde con carnés en que no fue especificado el sexo del solicitante
Para concluir, uniremos nuestra voz a la de Díez Canseco: “Espero que el público haya consideración a mis buenos deseos y no olvide que dedico este texto a las Señoras Españolas”