Lhardy, un pedacito de Francia en Madrid
Corría el año 1837 cuando me topé por primera vez con Prosper Mérimée en un café de Burdeos. Aunque llevaba algunos años en el oficio de pastelero, era mi primer encargo para el café central. Mérimée era cliente habitual y el gerente le invitó a degustar uno de mis petit choux. El ilustre, maravillado, preguntó por el pastelero y ahí estaba yo. Así comenzó nuestra buena amistad. Una amistad que cambiaría el rumbo de mi vida.
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Desde el principio supe que aquel hombre tenía medio corazón en España. Entonces no sabía qué tenía aquella tierra que tanto le apasionaba -cuando además cientos de exiliados se encontraban en Burdeos huyendo del absolutismo- ni qué tendrían sus gentes para encandilar a mi amigo de aquella manera. “Ay Emilio… es un pueblo de carácter singular, con gracia, lleno de imaginación”. Poco a poco, y sin ser del todo consciente, las palabras de Mérimée me hicieron cautivo de una España que aun desconocía.
Prosper me visitaba cada vez que volvía de viaje y sus historias seguían cautivándome. En uno de nuestros paseos por la plaza de los Quincunces me habló de la comida española, del chocolate espeso, del puchero de garbanzos… Pero aquel día me anunció algo que daría un giro a mi vida. “¿Puedes creer que no hay ni un solo restaurante?” “¡no existe en todo Madrid un lugar donde comer sin ponerse perdido!”.
Convite en casa de Lhardy (1849) extraída de La ilustración: periódico universal
En Francia los primeros restaurantes surgieron tras la toma de la Bastilla. Ambos habíamos vivido aquel fenómeno de nueva cocina y restauración del que yo desconocía que no hubiera cruzado los Pirineos. Esa tarde hablamos largo y tendido de las tabernas y los mesones de Madrid, donde no existía la carta y los platos se cantaban sin precio fijo. Cuando nos despedimos, Prosper grito: “Ánimo, intrépido”.
Regresé a casa pensando en las palabras de Mérimée y me vino a la cabeza uno de los mejores cafés en los que había trabajado, el café Hardy de París. Fue entonces cuando me di cuenta de que aquellas singulares tierras cervantinas necesitaban mantelería blanca.
Pocos meses después me instalé en Madrid. Visité los mesones, las tabernas y degusté sus manjares. La primera vez que entré en una tahona y probé una hogaza, las palabras de Mérimée volvieron a mi cabeza: “merece la pena salir de nuestro país para saborear pan español”. Prosper había hecho llegar a Francia los encantos de España y yo trataría de hacer llegar a Madrid un pedacito de Francia.
En la Carrera de San Jerónimo una fachada de madera acabó por cautivarme. Acariciando una puerta que hacía mucho no se barnizaba, eché de menos París. En aquel instante nostálgico nacía Lhardy.
[bctt tweet="Y hasta donde pudieron ver mis ojos… por #Lhardy lo que se veía era pasar la historia"]
Así, en 1839 llegaban al centro de la capital los croissants y los petit choix franceses. Había quien decía que le había puesto “corbata blanca” a los bollos de tahona. El éxito de mi «petit París» me hizo avanzar. Meses después, el primer restaurante de Madrid abría sus puertas. Temeroso de implantar algo tan distinto a lo habitual, la acogida no pudo ser mejor. La carta en francés, la mantelería blanca, las servilletas, las mesas separadas… convirtieron el local en el sitio más glamuroso de la capital, un lugar de lujos y manjares, y a la Carrera de san Jerónimo en la calle de moda.
Lhardy se había convertido en el símbolo de Madrid, un lugar para degustar, pero también al que la alta sociedad iba a ver, y sobre a que la vieran. Y hasta donde pudieron ver mis ojos… por Lhardy lo que se veía era pasar la historia.
Cristina del Estal