Aaron Swartz se suicida a los 26 años
En España, la figura de Aaron Swartz no es muy conocida. A decir verdad, tampoco mucha gente sabe quién es Tim Berners-Lee, y ello pese a que utilizamos la web, de la que él es considerado el creador, todos los días... Pues bien, Tim Berners-Lee (perdón, Sir Tim Berners-Lee) sí sabía quién era Aaron, y ha escrito sobre su muerte: “Aaron ha muerto. Espíritus errabundos del mundo, hemos perdido a uno de nuestros sabios. Hackers por derecho, vamos uno a cero. Padres todos, hemos perdido un hijo. Lloremos” (la traducción es mía).
No ha sido la única elegía entonada estos días. Brewster Kahle, el multimillonario fundador del Internet Archive, la biblioteca digital y archivo web más grande del mundo, lamentaba estos días en el blog de la Fundación que había fallecido “un héroe del mundo abierto”, en referencia a la intensa labor del precoz Swartz como activista en favor de la libre difusión del conocimiento, labor que le llevó a participar con sólo catorce años en la creación del RSS, un formato que permite recibir información actualizada de los contenidos de un determinado recurso al que uno se ha suscrito previamente, y que hoy día permite seguir de forma fiable innumerables fuentes de contenidos tales como blogs o sistemas de noticias.
En su post Kahle destaca que Swartz fue asimismo uno de los padres del proyecto Openlibrary.org, que pone a disposición del público más de un millón de e-books gratuitos. Y no sólo eso. A Swartz le dio tiempo a fundar Demand Progress, una organización dedicada a luchar por las libertades civiles que ha sido clave a la hora de frenar el avance de SOPA y PIPA, dos fallidos proyectos de ley que han avivado –y no sólo en E.E.U.U- el debate sobre qué concesiones a la censura estamos dispuestos a hacer en aras de proteger a la industria de la propiedad intelectual.
Pero, ¿dónde está la línea entre lo que Henry David Thoreau llamó “nuestro deber”, en referencia a la práctica de una desobediencia social ejercida “en conciencia”, práctica que inspiraría a Gandhi, Tolstói o Luther King, y la aceptación de las consecuencias –a menudo trágicas- que conlleva transgredir las leyes que organizan nuestra a menudo frágil convivencia social?
Aaron Swartz utilizó la red del Massachussets Institute of Technology para descargar y copiar millones de documentos alojados en la base de datos de pago JSTOR, otro concepto de biblioteca digital que, al contrario que el ya mencionado Internet Archive o nuestra Biblioteca Digital Hispánica (que promulgan el acceso gratuito a sus fondos como parte del cumplimiento de su misión como servicio público universal), gestiona el acceso a sus fondos mediante las suscripciones que vende fundamentalmente a universidades y otras instituciones consagradas a promover la investigación (la BNE, por ejemplo, entre ellas).
Aaron Swartz sorteó el sistema de seguridad que protege la intranet del MIT, a sabiendas de que, al actuar como un moderno Robin Hood de la información, la policía y el sistema utilizarían las herramientas que reglamentariamente están a su alcance para frenar sus descargas ilícitas. Un seguimiento digno de un thriller de Grisham, en el que se emplearon complejos sistemas electrónicos de vigilancia y hasta cámaras ocultas y que culminó con una acusación federal de fraude y la presentación de cargos que hubieran podido condenar a Aaron a más de treinta años de prisión, ya que los delitos informáticos son duramente castigados por la legislación estadounidense.
¿Qué pensar de todo esto? No nos corresponde a nosotros polemizar sobre un tema tan complejo como la colisión de dos derechos adquiridos con tanto esfuerzo, la propiedad intelectual y la libertad de expresión. Pero lo cierto es que las bibliotecas estamos en el ojo del huracán. Nuestra misión como guardianas y difusoras del patrimonio intelectual de la humanidad se lleva a cabo desde el respeto a la legislación vigente en nuestros respectivos países de origen en materia de derechos de autor. Pero no somos insensibles a las fisuras del sistema. De hecho, las bibliotecas cumplimos una importante función como agentes propiciadores de un necesario reequilibrio social. Sectores de la población materialmente desfavorecidos pueden disfrutar de recursos culturales que de forma privada les resultarían inaccesibles gracias a la existencia de instituciones como la nuestra.
En un mundo en el que el copyright comienza a convivir con iniciativas como Creative Commons, cuyo objetivo es “la difusión más amplia posible de contenidos científicos y tecnológicos”, cabe preguntarse dónde empieza nuestro derecho a saber y dónde termina nuestro derecho a ser recompensados por el fruto de nuestro trabajo. Por cierto, un Swartz de tan sólo 15 años ya se codeaba allá por 2002 con el creador de las Creative Commons, Lawrence Lessig, que ha escrito una preciosa despedida en la que pone de manifiesto el absurdo de que en E.E.U.U. se penalice con tanta dureza el crimen de un genio post-adolescente mientras los artífices del desastre financiero global siguen recibiendo invitaciones para cenar en la Casa Blanca.
Quizás el mejor tributo que podamos rendir al triunfo de la inteligencia sea, después de todo, pensar por nosotros mismos y sacar nuestras propias conclusiones. Que conste que me ha costado encontrar una foto de Aaron Swartz que estuviera libre de derechos. Y que gran parte de los links que he empleado en este post pertenecen a la Wikipedia, que hubiese quedado herida de muerte si SOPA y PIPA se hubiesen hecho efectivas... Food for thought, que dirían los anglosajones...
Todo puede ser refutado. Lo mismo aplica a la sociedad. Hay cosas que pueden cambiar y hay cosas que están mal que deben cambiar" decía. Pues eso! no dar nada por sabido y no aceptar las cosas sólo porque alguien nos diga que son así.