La soledad de Rosa Chacel en Nueva York
La Biblioteca Nacional ha recibido recientemente la donación de tres cartas escritas por la poetisa, novelista y articulista de la Generación del 27 Rosa Chacel. Las epístolas están destinadas a su amiga Esmeralda Almonacid y enviadas desde Nueva York, donde Chacel viajó gracias a una beca de un año concedida por la John Simon Guggenheim Memorial Foundation que se prorrogó otro año más y que la llevó a vivir en la ciudad americana entre septiembre de 1959 y noviembre de 1961.
Rosa Chacel fue una de las representantes de la Generación del 27, el conjunto de artistas y literatos que suponen el adalid de la cultura española. Nacida en Valladolid en 1898, era sobrina nieta de Zorrilla y creció en un ambiente de gran cultura literaria, a pesar de que no pudo asistir a la escuela a causa de su débil salud. Formó parte de Las Sinsombrero, un grupo de mujeres intelectuales que en los años 20 estaban a la sombra de sus colegas varones y que han sido llamadas así porque desafiaron su destino pasando por la Puerta del Sol de Madrid sin cubrir la cabeza, como era norma social de la época. Con su obra, Chacel supo retratar con perspicacia a la mujer de su tiempo. Novelista, ensayista y articulista, publicó numerosas obras en el exilio y encarna a una de las autoras más importantes de la literatura española.
En los escritos donados a la Biblioteca, mecanografiados y en los que también se pueden ver anotaciones a mano (palabras de despedida, la firma y algunos signos ortográficos como las tildes y la virgulilla de la letra “ñ”, los cuales no se encontraban en una máquina de escribir americana), Chacel deja entrever su interior y le muestra a su amiga los sentimientos que experimenta durante su estancia en la Gran Manzana.
A través de unas palabras intimistas, estas cartas nos permiten acercarnos a la figura de una mujer apasionante, víctima de su tiempo, de una manera mucho más personal de lo que podemos hacerlo a través de sus obras. En sus diarios habla Chacel de sus años en Nueva York como una etapa que pasó en “completa soledad” y en las piezas recién añadidas a los fondos de la BNE se puede percibir esa sensación. La Guerra Civil le había hecho exiliarse a América del Sur y había vivido en Buenos Aires, lugar que ya sentía suyo y que durante su viaje a Estados Unidos extrañaba más que cualquier otro.
La primera de las tres cartas está datada el 5 de diciembre de 1959, cuando cumplía tres meses en su nuevo destino. En ella, recalca el trauma de la partida y la añoranza que siente por Buenos Aires, donde residía con anterioridad a la concesión de su beca y de donde es la destinataria de sus palabras. “Pienso que te debería contar algo de lo mucho que he visto y vivido, pero en el fondo no tengo ganas más que de seguir hablándote de lo que quedó ahí”.
Pide perdón a Almonacid por haber tardado en dar noticias y se excusa en su nostalgia, la culpable de que no hubiese tenido ganas de contar de lo que se había encontrado a su llegada al nuevo país: “El deseo de seguir hablando de las cosas que dejé pendientes es lo que más me ha impedido escribir […] porque revivir lo que me estaba asesinando era no salir jamás de ello y así, hundida en el silencio, he ido pasándolo, como esos perros que cuando están envenenados se meten en un rincón hasta que se les pasa o hasta que se mueren”.
No obstante, son cinco hojas en las que la poetisa trata de acercar a su amiga a su nueva realidad y a su contexto geosocial. En ellas, desmitifica la ciudad de Nueva York y le comenta sus impresiones iniciales sobre ella: “Es muy curioso el impacto que produce en los primeros días, como si fuese una cosa amorfa, caótica, imposible de comprender, cuando en realidad tiene una forma muy sencilla y una vez que se la comprende ya no parece ni siquiera tan grande”. Cuenta que la ciudad le gusta mucho, pero que no se siente capaz de dar una idea de las múltiples perspectivas de ésta. Habla de lugares emblemáticos –“El Central Park no tiene mucho encanto, además está siempre tan solitario que da miedo, y está así porque parece ser que ha habido muchos crímenes”–, que ambas mujeres ya conocían anteriormente por las películas: “Ante los rascacielos encendidos, ante las luces de Broadway y el gentío de Wall Street no puede uno convencerse de que no está en el cine, pero New York no es sólo eso”. Aunque le llama tristemente la atención la falta de salones de té o de café donde sentarse a descansar, “simplemente a estar” y a disfrutar del lugar.
Pone de manifiesto la atención que le despierta el atrevimiento de la moda de la época. La manera de vestir de la gente de la ciudad y los diseños le hacen recordar a su amiga Esmeralda por su profesión: “Las hay muy monas, sobre todo las jovencitas, pero la mayoría se viste de un modo que no se ríe uno porque se queda estupefacto. Imagínate que se echan a la calle con gorros cuajados de paillettes, con collares de strass, de seis vueltas, a las ocho de la mañana”.
La segunda de las epístolas está fechada el día 15 de abril de 1960, cuatro meses después de la primera y más de medio año después de la llegada de Chacel a Nueva York. En ella se percibe que la pesadumbre de la primera carta no es únicamente motivo de su reciente llegada, sino que aún entonces siente esa sensación de añoranza y vacío. Su incapacidad para la lengua le hace sentirse aislada y la ciudad le aburre, ya que, dice, el turismo se agota pronto. Escribe que “las cosas no son tan bonitas como para estar contemplándolas” y describe la ciudad desde los ojos de una mujer que quizá esperaba haberse impresionado más con el lugar que la acogía: “la ciudad que de noche resulta preciosa, vista desde el agua, de día, al sol, resulta fea y pequeña, esto es lo que más me extrañó: los rascacielos apagados resultan pequeñitos, y además tienen un color muy feo”.
En este segundo texto le habla a su amiga de las conferencias que ha dado en la ciudad y que le han tenido ocupada, así como de los planes que tiene de realizar un viaje a Méjico en ese mismo año, en el que se encontraría con su hermana a la que hacía veinte años que no veía. También le dedica unas tiernas palabras a Juan, el hijo de Esmeralda, quien escribe y le envía sus escritos. Chacel le felicita por ellos y le anima a seguir escribiendo y a hacer un análisis de sus creaciones, dándole consejos sobre fonética y semántica, y recomendándole leer a Poe, Hoffmann y Baudelaire.
Un sentimiento que no cesa
La última de las cartas es del día 12 de diciembre de 1960 y es la que contiene las palabras más quejumbrosas y conmovedoras. Se muestra una Rosa Chacel lamentosa, que habla de su sensación de soledad y de sus miedos. “Me conoces lo suficiente y estás lo suficientemente enterada de mis asuntos para saber que mi estado de ánimo no obedece a chifladuras ni a inadaptación o descontento del ambiente. Al contrario, continuamente lamento no estar más libre del alma, para pasarlo todo lo bien que lo podría pasar”. A la pena que acompañaba a Chacel durante toda su estancia en la Gran Manzana se le suma que su hijo Carlos iba a ir a vivir y trabajar a Nueva York con ella, pero finalmente no lo hizo. Escribe esta última carta con un “acento desabrido” que hace notar a su interlocutora. La amargura latente se hace manifiesta cuando Chacel se pregunta “¿Por qué estoy aquí, qué delito estoy purgando?” y hace referencia a la aflicción que le produce no estar disfrutando de su estancia como ella esperaba: “[…] durante todos estos callejeos, siempre tengo algo así como el recuerdo de alguien a quien todo esto le gustaba mucho… y ese alguien era yo”.
En todas las misivas se pueden leer quejas recurrentes de la escritora sobre sus escasos medios económicos y la necesidad de contar con un gran patrimonio para poder disfrutar de la ciudad de manera diferente: “[…] y estaba sin un centavo, como de costumbre (no creas que he perdido esa costumbre porque ahora maneje dollares: la cantidad con que cuento da estrictamente para vivir en el más modesto West)”.
En estas palabras también hay hueco para mostrar su amor por la escritura, que la llena y le hace continuar. Durante su estancia en Nueva York, Chacel compuso una fructífera obra literaria, pero aquí expone su malestar a la hora de editar y publicar sus libros: “¿Quieres que te diga mi más profundo y verdadero deseo?... Volver a empezar el libro, seguir escribiendo sobre esas mismas cosas sin ocuparme de ese momento horroroso de echarlo a la calle, entre mil dificultades, para no obtener más que disgustos, enemistades, contrariedades… No, esta segunda fase del asunto no me gusta, decididamente.”
La última de las cartas donadas a la Biblioteca concluye con el deseo de la novelista por vencer las distancias y apagar el dolor que le produce no poder compartir el tiempo con sus seres queridos, como lo era Esmeralda Almonacid, quien fue una de sus mejores amigas: “En fin, no consigo escribirte la carta que quisiera. Y, es que, en realidad, lo que querría no es escribirte una carta sino poder contarte, con medias palabras, con alguna mala palabra también, de vez en cuando, con gestos, con silencios, con alguna patada a cualquier objeto próximo… eso sería algo, pero estas cuatro páginas no son nada. Espero que las leas y comprendas que no son nada porque tratan de describirte algo que no es nada.”
En todas las cartas hace referencia a amigos comunes (como el poeta y editor Enrique Pezzoni) y familiares de ambas mujeres (como Timoteo Pérez Rubio, Timo, pintor y marido de Chacel; o Carlos, su hijo, al que siempre se refiere por el nombre de pila). Con estos textos nos acercamos a una mujer que tuvo que renunciar a su vida familiar por una vida profesional que ni siquiera le proporcionaba la felicidad suficiente para que el esfuerzo mereciese la pena. Una mujer con una baja autoestima, que era muy consciente de sus orígenes humildes y quizá no terminaba de creerse que se había convertido en una novelista de éxito. A pesar de estar disfrutando de una beca de prestigio en un país extranjero, y de haber conseguido, gracias a su trabajo, que se le prorrogase un año más, de las palabras de Rosa Chacel se extrae que no se siente del todo feliz por estar viviendo esa coyuntura. Siempre pensó en la dificultad de la lengua como un obstáculo insalvable y, además, era mujer en un mundo de hombres.
La donación de estas tres cartas, cedidas por María Carballido, hija de la destinataria, enriquece la obra de la autora que se conserva en la BNE y nos permite conocer a una Rosa Chacel más íntima a través de sus palabras más personales. Entre las piezas relacionadas con Chacel con las que la Biblioteca cuenta entre sus fondos, se encuentran también ocho cartas enviadas por ella a Guillermo de la Torre, así como algunos epistolarios editados, entre los que se pueden destacar Cartas a Rosa Chacel y De mar a mar: epistolario Rosa Chacel-Ana María Moix, ambos con introducción y notas de Ana Rodríguez-Fischer.
Texto: Mara Jarones
Excelente información para todos los apasionados de la lectura y del conocimiento. Desde Barva, Heredia, Costa Rica un gran abrazo para todas las personas que hacen posible esta información.